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El velo robado

  • Foto del escritor: Eloquium.mx
    Eloquium.mx
  • 20 jun 2019
  • 4 Min. de lectura

 


 

Por: Melisa Sofía Jiménez Hernández*



Año 1606: la parte más difícil de un matrimonio es el día del enlace. Cuántos incautos no cayeron en la trampa; cuántos más no perdieron la cordura tras ese día.


La tradición dictaba que la pureza de la novia debía ser resguardada durante toda la ceremonia tras un pesado y blanco velo, el cual portaban con orgullo al entrar al templo. Sin embargo, en esa época las cosas no estaban saliendo como se esperaba y nadie podía explicar el fenómeno. Por ello, mientras la criatura con vestido de novia atravesaba el recinto, tú, como novio, lo único que podías hacer era rezar porque tu prometida, el amor de tu vida, fuera quien estuviera bajo la blanca mantilla.


La espera e incertidumbre que el hombre pasaba eran agónicas, mientras el emisario de dios te unía por el resto de tu vida a la portadora del vestido blanco. Sólo hasta que sus almas estaban oficialmente enlazadas, quitabas el velo para darte cuenta de que te habías casado con una criatura del infierno. Estos seres profanaban la santidad de la casa de dios amparados bajo aquel manto maldito, haciéndose pasar fácilmente por jovencitas a punto de casarse.


Pero José Ixcoac, abuelo de tu tatarabuelo, no estaba dispuesto a perder al amor de su vida, y mucho menos a unirse en matrimonio con un demonio. Era un hombre sumamente orgulloso.


Una noche de plenilunio fue a buscar a Cocola, la chamana de los ancestros y los propios. Vivía detrás de la cascada verde, en el corazón del bosque. Pero apenas hubo atravesado la furtiva entrada, la anciana le encomió una misión que había de cambiar muchas vidas: Debía de robar el velo de su amada y remojarlo en agua de gardenias la noche previa al enlace.


- ¿Por qué agua de gardenias? - Se atrevió a preguntar.


La anciana, que desde el inicio del encuentro había estado de espaldas a él, se volteó lentamente y le lanzó una hosca mirada de sus ojos nublados.

-No te corresponde a ti saberlo, Ixcoac-.


Sintió su orgullo herido, pero era Cocola quien hablaba; por lo que a pesar de todo siguió las instrucciones de la chamana y la noche previa a su enlace, hurtó el velo que habría de usar su prometida. Lo sumergió en agua de gardenias mezclada con algo más y lo colgó en el árbol bajo el balcón de su novia, por dos razones: la primera, para que la infusión magnificara su poder con ayuda del sereno de la noche; y la segunda, para que día siguiente, ella lo encontrara a primera vista, y pudiera usarlo tal y como dicta la tradición.


Estando de pie frente al altar, se removía ansioso al ver el tiempo correr más allá de la hora acordada para la ceremonia. El sol fuera del recinto seguía su curso. Las personas comenzaban a murmurar de forma cada vez más audible. Las flores comenzaban a marchitarse como una vieja esperanza.


La espera comenzaba a volverse agónica cuando una aparición acalló de golpe el enjambre de voces que amenazaba con devorar la cordura del novio: ella estaba de pie en la entrada del recinto, reluciendo con gozo el inmaculado atuendo nupcial con una sonrisa sobrenatural. Sólo una cosa fragmentaba tan benevolente cuadro, y era que la susodicha no portaba velo alguno. El largo cabello caía en cascada sobre su espalda, trenzados, sin adornos, ni nada que perturbara su forma natural. Violaba la regla máxima de etiqueta y decoro, pero al fin estaba ahí.


Al llegar a la altura de José Ixcoac la novia tomó su mano y le dio a entender que no pensaba volver a soltarla, y que lo acompañaría por toda la eternidad.

Con esa ceremonia la promesa quedaba sellada.


El protocolo prosiguió sin contratiempos al igual que la fiesta y la noche de bodas. El matrimonio fue consumado esa misma noche. Su vida se desarrolló como en cualquier otro caso.


Ixcoac no lo admitió sino hasta su lecho de muerte, y sólo lo aceptó porque temía haber condenado a más de un alma. Necesitaba liberarse de esa carga; romper la maldición que se autoimpuso el día de su boda con tal de mantener las apariencias y de no admitir que se había equivocado, que por su culpa lo inimaginable había pasado.

Él supo que su plan del velo robado había fracasado desde que la impostora de vestido blanco le sonrió estando en el altar, y en algún punto del festín, se escabulló al lugar donde había dejado el velo con aroma a gardenias, pero éste había desaparecido. En su lugar estaba su amada, la mujer real, desnuda y sin cabellera alguna, llena además de arañazos y cortes provocados por las ramas del árbol en que estaba tendida en posición extraña.


Con amargo dolor, Ixcoac la descolgó y dio gracias porque no había nadie que atestiguara tal espectáculo, pues todos se habían ido al templo desde temprano.

De pronto, su sufrimiento fue interrumpido por la voz que había amado y perdido en descarado hurto:


-No me dejaste otra opción, Ixcoac. El velo robado era demasiado pesado para que yo lo llevara puesto, debido a que tu hechizo lo convirtió… en otra cosa. ¿Ahora cómo iba a usurpar el lugar de esta muchachita y casarme contigo?


-Debo admitir que sin tu ayuda nunca hubiéramos descubierto que la cabellera humana sustituye al níveo velo de novia en cuanto a nuestra protección al pisar suelo sacro-.


Ixcoac no volvió a pronunciar palabra alguna tras aquella conversación. Ocultó el cadáver de su amada bajo el suelo de la casa que ella nunca habitaría, y fingió un matrimonio perfecto, aun sabiendo que cada día transcurrido se acercaba más al fuego eterno por haber desposado a un demonio del averno.


Sólo en sus últimos momentos, nos confesó que su mayor pecado había sido el orgullo; pues éste lo orilló a traer al mundo a los descendientes de una unión sacrílega con tal de cumplir “su deber cristiano como esposo e hijo de dios”.


Si te cuento esta historia es porque también te pertenece. Quizá el pecado de Ixcoac explique por qué oyes voces en tu cabeza. Cocola dice que son los parientes del demonio desposado.


Te están buscando.


¿Irás con ellos?


 

*La autora es estudiante de Comunicación en la Facultad de Ciencias de la Comunicación BUAP y editora en Eloquium.

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