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Ruin evocación

  • Foto del escritor: Eloquium.mx
    Eloquium.mx
  • 23 sept 2018
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 24 sept 2018



 


 

Por: Román Ocotitla Huerta*


La convencí de fornicar mientras lloraba por la muerte de su padre ayer al amanecer. No fue difícil. La abracé con tal compasión que pudo sentir mi rígido sentimiento de amor por ella, un sentir que pactaríamos en el funeral de su padre.


El funeral de Don Ernesto, el médico más famoso de la ciudad, sería a las cinco de la tarde del mismo día en que falleció, y mi pretensión sexual se combinaba excitantemente con el bruno gentío que debíamos evitar en el panteón, así que la misión debía ser placentera, salvaje y cochambrosa.


Ella estaba fuera de sí por la terrible pérdida del septuagenario. En el cementerio, por un instante pensé que ella olvidaría el plan para iniciar lo que he dado por llamar el “proceso de resurgimiento del ser, su ser”; pero no fue así. Vestidos de negro y sin ropa interior como habíamos pactado antes para ejecutar el ritual de forma exprés, recibimos a los invitados, como en las fiestas que Don Ernesto celebraba. Ella y yo nos alejamos súbitamente con el pretexto de que la hija de Don Neto, tenía un ataque de ansiedad y una abrumadora tristeza por ver a su padre dentro del ataúd.


Antes de penetrarla, mientras nos dirigíamos a algún sitio adecuado, le dije que este entierro calmaría su tierno ser, que el goce sería tal que no habría más sufrimiento. Ella asintió con la cabeza durante el camino. Los cánticos fúnebres comenzaron a sonar al unísono en el panteón y mis ideas se alzaron al cielo grisáceo.


Detrás de una escultura de un enorme ángel blanco tallado en mármol, encontramos el lugar adecuado para bajarme el pantalón y subirle el vestido. Decidimos que fuera esa escultura por tres razones: la primera, porque fue la más cercana al sepulcro. y, por tanto, una idea pecaminosa compartida; la segunda, porque el ángel custodiaba en lo alto la tumba de un cadáver de poco más de cien años; y la tercera razón, me estimulaba la creencia de que el ángel observara un acto humano que es parte de la naturaleza humana. Hombre y mujer. Sólo teníamos treinta minutos para rezar en sollozos continuos.


Mi corazón palpitante repitió versos de celeridad y ella, calmosa, besó mi cuello con gélidos labios, cubiertos de tibias lágrimas que no cesaron hasta que bajé mis brazos para tomarla por la cadera. Quise girarla precipitadamente, pero mi nerviosismo entorpeció mis manos y congelé el acto; nuestras miradas nubladas se encontraron.


Quizás las palabras hubieran dado lugar a un diálogo esclarecedor, habitual y acogedor, pero preferimos irrumpir el silencio con un abrupto jaloneo de prendas negras que caerían en suelo verdoso, uno húmedo por la temporada de lluvia que recién había comenzado. Ya habían pasado diez minutos, faltaban veinte para satisfacer un placer carnal insólito y así poder despedir al viejo por última vez antes de que bajase con las larvas para la eternidad.


Su piel, morena y húmeda por una lluvia venidera, se veía radiante ante hojas de cipreses que resaltaban ante un sobrio vestido negro que carecía de bragas. De mi parte, la corbata negra que usaba sólo en días especiales fue despojada magistralmente por sus delicadas manos que, después de posar sobre mi rostro, bajaron súbitamente a mis genitales.


Las nubes avanzaron tan pronto que logramos percatarnos que mis manos sostenían firmemente sus pequeños senos, mientras ella le rezaba todas las oraciones que se sabía al ángel custodio que la miraba inmutable. Mis genitales saltaban bruscamente sobre sus nalgas, y, aunque esa era una posición tradicional del sexo casual y público, para mi significaba, como le dije a ella, “el resurgir de su ser”, porque dejaría atrás la tristeza por amor puro, uno que sólo yo podía dárselo. Esto sería empujando la daga de la verdad única a través de sus gemidos que mi celoso ser podía escuchar.


Faltando pocos minutos para retirarnos del monumento, cayeron las primeras gotas de lluvia, y pensé ¿por qué no resistir un poco más mientras ella solloza en silencio y sincronizo mi naturaleza sexual con la ambiental? Su cara me lo dijo todo: volteó a verme mientras su expresión indicaba la culminación. La lluvia cayó sobre nosotros y yo expulsé mi liquido divino. La verdad única yacía dentro de ella. Agitados, empapados y excitados, nos arropamos como pudimos y corrimos con el bruno gentío, que más afligido no podía estar por obvias razones.


Don Ernesto yacía en lo más profundo de la fosa, y como cereza del pastel, su hija lanzó una rosa blanca en señal de descanso y paz eterna, que pocas veces tuvo en vida, y la tierra empezó a ser esparcida sobre el ataúd. Al ver a todos decaídos, me postré de rodillas, mientras sostenía la corbata negra con la mano izquierda, posada sobre el lado del corazón y le dediqué una frase para que se fuera tranquilo:

“Papá, te regreso la puta corbata negra de mi adolescencia. La tierna Adela, mi hermana, no te extrañará tanto, porque, así como tú me desgarraste el alma con tu daga, el ser de mi hermana, puro y delicado, ahora es parte del más pedestre y asqueroso animal que soy yo. Gracias por todas tus enseñanzas. Pronto nos encontraremos en la eternidad”. Arrojé la jodida corbata al fondo del hoyo, me sequé las lágrimas, me levanté y tomé la mano de mi hermana; nos marchamos dichosos.

 

*El autor es estudiante de Comunicación en la Facultad de Ciencias de la Comunicación BUAP y coordinador general de Eloquium.

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